jueves, 3 de noviembre de 2011

Noctuidae

Ese día lo despertó con una patada, con el rugir de la bestia que cada mañana lo hacía querer no levantarse y quedarse dormido toda la mañana, todo el día, no volver a despertar, para qué. Respirando hondo lograba controlar ese impulso de terminar con la repetición de la vida, de quedarse acostado con la tranquilidad de permanecer alejado del mundo que tanto lo hacía enfadar. Estaba oscuro afuera y entraba el viento frío por la ventana, eso no le gustaba, no le gustaba el frío, no le gustaba que estuviese nublado, tampoco le gustaba cuando en verano el Sol desde temprano iniciaba su recorrido a través del cielo. A esa hora no le podía gustar nada.

Ecos de la pesadilla que había tenido apenas antes de despertar, hace una eternidad, inundaban sus pensamientos al andar por la calle. Hacía frío. Se olvido rápido de gran parte de su pesadilla y sólo quedaba lo perturbador de su inconsciente temor, como la única y  absoluta certeza que venía a su mente cuando no deseaba levantarse por las mañanas, la mariposa negra que lo espera posada en la puerta de su casa. Sí, la expresión de la gente esa mañana era toda igual; todos le recordaban esa parte de su pesadilla. Los autos lo deprimían. Son tantos, son muchos, no dejan cruzar, no se detienen, chocan, casi atropellan a alguien, todo es ruido. Todo es un silencio inquietante en su memoria, la pesadilla que había perfundido su realidad. Cuando se da cuenta ya nada le importa. Leyó al despertar unos párrafos del libro que siempre tiene en su mesita de noche junto a su cama, ese libro en el que siempre encuentra reflejos de tranquilidad, esencia perdida. Después de ver por la ventana recordaba poco, de pronto ya estaba ahí, en la calle, con su ruido, sus autos, su frío, caminando a quién-sabe-dónde.

Pensó en cuánto amaba los días nublados y los soleados y el frío y el calor y todo, todo le gustaba ahora. Anduvo, deteniéndose a veces a pensar, sentándose a ver pasar a la gente, perdiéndose de repente, quedándose inmóvil, hundido en la inconsciencia y en esa desesperación latente que lo perseguía. Ya volvía la noche. Ya odiaba todo de nuevo. Ya nada importaba. Se había perdido, no recordaba donde se encontraba. Tal vez debería pedir ayuda, pensaba, pensaba, tal vez debería seguir caminando, tal vez no tenía en realidad un lugar al cual ir, pensaba. Desde hace un rato que un par de policías no le quitaban la mirada de encima. Pensaba. Había una mariposa negra en su hombro que le recordó su pesadilla perpetua,en la que tantas veces había despertado y de la cual nunca había logrado salir. Sus sueños sobre no poder dormir y el deseo de nada era todo lo que llenaba su pensamiento. Nada. Eso era lo que deseaba, llenarlo todo de Nada.

Todo se movía, y la Nada en su interior. Cuando sintió el golpe le dejo de importar su interior y sólo le preocupaba comprender cómo era que no se le había ocurrido correr al ver que los policías caminaban hacia él. Era como la continuación de su pesadilla, en la que después de las mariposas había vuelto esa incontrolable bestia que lo despertaba a patadas por las mañanas, pero en su pesadilla era de madrugada, y la bestia lo tenía demasiado inquieto, tanto que corrió despavorido por la calle, gritando y maldiciendo. Un hombre se le acercó apresuradamente e intentó detenerlo, hablarle, tranquilizarlo; pero la bestia le aullaba al oído, y era un sonido chirriante, terrible, que le revolvía los pensamientos con sus instintos, con su bestia interior. La parte racional de su ser se sentía lejana, dormida. El universo entero se volteó en unos instantes, todo lo movía la confusión y su cuerpo no estaba más bajo su control. En medio de su desconcierto logró correr del lugar, tropezando con el hombre que ahora yacía en el asfalto con ojos que ya no mostraban el brillo de la mirada de los vivos.

Recordaba poco de lo que había sucedido después de su pesadilla. Revoltijo de palabras sin sentido en una sola taza de café por la mañana después de la ventana, después de la bestia, después de su pesadilla, de la cual ya no recordaba nada mientras el sedante y las luces de la celda lo mantenían alejado del mundo que tanto lo hacía enfadar, en el que tanto odiaba despertar, especialmente en los días fríos y nublados, y en los cálidos y soleados también.

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